O-KAERI NASAI

maikos tadaima -en casa-Coches de ocasionanunciosjuegosTest de VelocidadLetras de cancionesCompra y venta de pisosOfertas de Trabajo

This is default featured slide 1 title

Go to Blogger edit html and find these sentences.Now replace these sentences with your own descriptions.

This is default featured slide 2 title

Go to Blogger edit html and find these sentences.Now replace these sentences with your own descriptions.

This is default featured slide 3 title

Go to Blogger edit html and find these sentences.Now replace these sentences with your own descriptions.

This is default featured slide 4 title

Go to Blogger edit html and find these sentences.Now replace these sentences with your own descriptions.

This is default featured slide 5 title

Go to Blogger edit html and find these sentences.Now replace these sentences with your own descriptions.

miércoles, 31 de julio de 2013

ROKUROKUBI





Nunca entendí por qué yo debía saber cuándo y cómo debía morir. Me dijo una anciana adivina que todo se debía al año de mi nacimiento: el de la serpiente según el calendario chino, pero yo nunca he creído en adivinos, ni en horóscopos, mucho menos en el destino ni en que las cosas están escritas de antemano. Siempre me asaltaron dudas sobre mi futuro, pero nunca imaginé que llegaría a convertirme en yôkai, un ser de otro mundo sin alma ni esperanza, avanzando sola entre tinieblas, siendo temida por todos los humanos en las frías y oscuras noches de invierno.

    Mi nombre es Roku y esta es mi historia…

     La vida me sonreía de forma magnífica. Me casé con el amor de mi vida y tuve dos hijos maravillosos con él. Conocí a mi esposo a los catorce años y me enamoré por su forma de hablar, sus detalles y su profundo interés hacia mis cosas. Yo era profesora en la escuela de primaria de Iburi, perteneciente a la prefectura de Hokkaidô y mis días transcurrían felices, un tanto monótonos a veces, pero resultaba ser una rutina cómoda y agradable. Todos los días, al salir de la escuela, me dirigía al mercado con el objetivo de comprar las cosas necesarias para el sustento de mi familia. Otra rutina más que satisfacía mis ansias de llevar una vida plena y feliz al lado de los míos. Siempre me he sentido muy insegura con respecto al amor que los demás pudieran sentir por mí: dudaba de ese cariño que las personas más queridas me ofrecían a manos llenas, y a veces incluso pensaba que no era más que caridad o mucha generosidad por su parte el hecho de que me quisieran tanto. Por ello creo que la conversación que escuché sin querer en el mercado aquella fría tarde de noviembre, fue el desencadenante de todas mis desgracias futuras.

     Recuerdo que las clases duraron un poco más de lo habitual, debido a las insistentes e interesantes preguntas de los alumnos que yo ni me atrevía ni deseaba interrumpir. Me resultaba estimulante comprobar hasta qué punto mis palabras eran escuchadas y ver cómo despertaban curiosidad por saber más cosas. Cuando los ánimos se fueron templando y las curiosidades iban obteniendo respuestas, saqué fuerzas para dar por terminada la clase, recoger mis cosas y dirigirme al mercado. Todas las paradas y puestos se hallaban como siempre: llenos de género vivo y multicolor, llamando la atención de los compradores y destilando en mí una sensación de cercanía y familiaridad. Saludé a todos los tenderos a los que siempre adquiría productos mientras observaba el ir y venir de gente negociando y a veces hasta regateando los precios de aquello que deseaban, con el objeto de conseguir una buena oferta que no mermara mucho sus bolsillos. La tarde estaba resultando espléndida, y cuánto más relajada me hallaba observando y escuchando, más pronto llegó a mis oídos una conversación que jamás debería haberme sido revelada. 

    −Pues sí, el día siete es su cumpleaños. Deberíamos comprarle un regalo, sabes que va a desvivirse por complacer a todos sus amigos.
     −Esa tonta, si ella supiera…

     Mis oídos se abrieron aún más, si es posible que los oídos se abran de alguna forma. Yo cumplía años ese día, faltaban tan solo unas pocas horas y precisamente me encontraba buscando los ingredientes necesarios para realizar los pasteles tradicionales que mi abuela elaboraba en todos mis cumpleaños. Conocía a las dos mujeres que mantenían aquella inquietante conversación y las había invitado a mi casa. ¿De quién estaban hablando? Mi interés creció y mi mente intentó concentrarse para captar hasta el más mínimo detalle del diálogo que se desarrollaba a poca distancia.

    −Pero no lo sabe, y así debe continuar. Ella es feliz de este modo, ignorando la verdad.
    −Oh, vamos. Debería saberlo. Todas las mujeres tienen que conocer cuándo sus maridos las engañan. 

    Mis manos se helaron en ese instante y la cartera que llevaba se deslizó rozando suavemente mis dedos. Cayó con rapidez y emitió un ruido sordo al chocar contra el suelo, pero a mí me pareció la caída de una pluma que se alargaba en el tiempo, hasta el infinito. No podía creer lo que estaba escuchando, pero al mismo tiempo sabía que era cierto. Nadie me había amado nunca, ni siquiera mis padres al nacer, estaba convencida de ello. Todos los momentos amorosos de mi pasado desfilaron por delante de mis ojos y me parecieron falsos y absolutamente repugnantes. Creo que mi cordura sufrió un serio revés en ese instante y ya no pude ver nada más que la locura rigiendo el futuro hasta que dejara de existir. Aunque me esforzaba por razonar, no podía hacerlo. Amaba profundamente a mi marido y sin embargo él me había traicionado. La sinrazón se apoderó de mí y supe que muy pronto moriría y cómo debía hacerlo: la decisión estaba tomada. El fantasma de los celos se adueñaba de mi corazón herido y, aunque el mismo diablo me ofreciera el cielo para hacerme cambiar de opinión, no hubiera podido convencerme, pues ya me encontraba viviendo en el infierno por toda la eternidad.

    Anduve por las calles sin decidirme a llegar a casa. Los ojos anegados en lágrimas no me permitían ver los desniveles del suelo e iba tropezando con todos los adoquines que sobresalían del resto. Mi mente febril no dejaba de dar vueltas sobre la conversación escuchada unas horas antes y no entiendo por qué no me daba a mí misma motivos para dudar de que aquello que escuché fuera cierto en realidad. La seguridad con la que sabía que mi marido me engañaba era más fuerte que las dudas y excusas que indicaran lo contrario y, por mucho que me esforzara, no lograba encontrar ninguna de las dos cosas.

     Ahora entendía lo que antes me resultaba incomprensible y empezaba a verlo todo claro: las noches en que llegaba tarde a casa sin justificación alguna y oliendo a algo extraño que no podía identificar. No era perfume, era un olor de culpabilidad amargo y siniestro que invadía mis fosas nasales y no lograba apartar de mí durante esa noche en la que no podía conciliar el sueño. Sentí deseos de ahogar a mi marido con mis propias manos, pero soy una mujer delgada y mis fuerzas apenas alcanzan a abrir una simple botella de agua.

    Me encontré sin saber cómo frente a la puerta de la casa donde vivía, un refugio para mi soledad en el que creí sentirme acompañada, o al menos eso había pensado hasta ahora. Fui hasta la cocina y tomé el cuchillo más grande que pude encontrar. Subí hasta mi habitación y me estiré en la cama que compartía con mi esposo esperando el sueño que no tardó en alcanzarme, un sueño profundo que me permitiría reflexionar o atarme aún más a la locura que ya había nacido en mí.

     Soñé que mi cuerpo levitaba y pronto me vi en un desierto helado atrapado entre montañas. Mama Aiko, mi abuela, me esperaba sentada sobre la nieve sin sentir el frío que penetraba en las entrañas. Supongo que el motivo de la falta de sensibilidad era que ella nunca fue como las demás mujeres de la tribu ainu que habitaban aquellas tierras. Me miró y pude sentir cómo acariciaba mi cara aunque estuviese lejos y me susurraba al oído: «la tortura terminará cuando abandones el mundo de los vivos y acudas al poder de las tinieblas». Su mano continuó acariciándome suavemente y se deslizó por mi cuello hasta introducirse dentro de mis ropas. Mi piel se erizó al contacto y un escalofrío se propagó desde el cuero cabelludo hasta los dedos de mis pies. «Mama Aiko, ¿qué debo hacer?». Las palabras resonaron en mi cerebro sin que llegaran a salir por la boca, buscando respuestas a mi desconsuelo. Aiko no tardó en responder: «abandona este mundo y vuelve desde el infierno para poner las cosas en su lugar. No puedes permitir la traición ni dejar que te humillen frente a los demás. Tu dignidad está por encima de todo… de todo». Me alejé de ella aún más, no soportaba su voz ni su aliento tan cerca de mi rostro a pesar de la distancia, afrutado y amargo, como si hubiera estado bebiendo vino. Sentí una embriaguez que anulaba todos mis otros sentidos y deseé huir y volver a casa.

     Desperté sobresaltada y aturdida, con el sabor amargo del aliento de mi abuela en la boca. Supe lo que debía hacer, así que me incorporé y fui a buscar un cordel de los que utilizaba para atar los paquetes que enviaba por correo. Me até los pies con un doble nudo muy fuerte para que en el momento de la agonía no se separasen mis piernas dejando mi cuerpo en una postura indecorosa. Recé a los dioses de mi familia y les supliqué que protegieran a mis hijos, lo único que yo amaba en esos instantes, soportando la pena de tener que abandonarlos por unas ansias de venganza infinitas. Me arrodillé en el suelo y miré el cuchillo de cocina que permanecía enredado entre las sábanas, reluciente, afilado: sería el último amante que besaría mi cuello. Hice un último esfuerzo y estiré la mano para tomarlo. No me temblaba el pulso. Lo agarré con fuerza y aproximé el filo cortante a la yugular.

    La hoja se deslizó por la piel produciendo un suave siseo que a mí me pareció el susurro de la muerte llamándome por mi nombre. «Voy a tu encuentro, ya voy, amiga», pensé, sabiendo que podía escuchar mis pensamientos. La sangre empezó a brotar en un intermitente chorro, salpicando las paredes e inundando el suelo, y mi cuerpo comenzó a convulsionarse. Los pies atados impidieron el descontrol de mis extremidades y caí hacia adelante, ahogándome en los borbotones del manantial de fluido que escapaba por el corte de mi garganta.

     Imágenes de mi esposo amándome en nuestro lecho fueron lo último que vi antes de morir.

     Desperté de pronto. La luz del sol golpeaba mi cara con fuerza, el sudor bañaba todo mi cuerpo y mi esposo se hallaba a mi lado. Todo había sido un sueño… un estúpido y muy real sueño, desde el principio hasta el final: el mercado, la conversación, el encuentro con mi abuela… mi muerte. Sonreí y deslicé mi mano bajo la sábana para tocar el cuerpo que yacía a mi lado. Estaba frío, muy frío, y no se movió cuando lo zarandeé y grité su nombre. Me asusté y aparté las sábanas dejando al descubierto el rostro amoratado de mi esposo, esa cara que tanto había amado y los labios azules que tantas veces besé. Lloré por él, pero sobre todo por mí porque ya no volvería a tenerle entre mis brazos, suspirando, jadeando contra mi boca. Por otra parte, una extraña sensación de alivio y bienestar se apoderó de mí provocándome una nueva sonrisa y, con el alma llena de satisfacción por el deber cumplido, empecé a recordar lo que sucedió la noche anterior.

     Mientras me ahogaba en mi propia sangre, la muerte se aproximó a mí portando en sus manos las llaves del inframundo. Lo supe porque ella me dijo que le habían encomendado la misión de acompañar a mi alma hacia ese lugar. No merecía el cielo, pues mi muerte era indigna, ya que no trataba de reparar mi honor sino de vengar el sentimiento de pérdida que la infidelidad de mi esposo había provocado. Yo deseaba esa venganza y sólo el infierno podía ayudarme.

    Traspasé las puertas junto a mi compañera y fui recibida con honores. Un ejército de demonios espeluznantes besaba mis pies dejándolos llenos de una sustancia viscosa que permitía deslizarme de forma suave y ligera sobre la superficie de fuego que cubría el suelo. Ya era una de ellos. El Señor de las Tinieblas me otorgó su protección e hizo de mí un ser maligno con poder para destruir lo que más amaba.

    Me bautizaron con el nombre de Rokurokubi y me enviaron de vuelta al mundo de los vivos, con apariencia mortal para culminar mi venganza. Esa misma noche abracé a mi esposo y provoqué su deseo, lo hice cabalgar sobre mí y yo lo monté a él. En el momento del clímax mi cuello comenzó a alargarse adoptando la forma de una serpiente, larga y sinuosa, alzándose sobre los dos. Pobre idiota, cómo me miraba aterrorizado mientras mi cuello rodeaba, abrazaba y apretaba su cuerpo sudoroso. El color abandonó su rostro, los ojos salían de sus órbitas, y yo reía como hacía tiempo, cuando nuestro amor no había sido aún mancillado por la traición. Poco a poco dejó de respirar y reclinó su cabeza contra mi pecho. La alegría de verlo muerto suscitó una reacción en mi cuerpo difícil de olvidar: tuve el mejor orgasmo de mi vida y temblé de pies a cabeza mientras mi cuello se retraía volviendo a darme una apariencia normal. Me deshice de su abrazo, lo estiré en el lecho y me acurruqué a su lado buscando el cuello para beber su sangre. Creí que al amanecer me sentiría plenamente satisfecha, e incluso pensé que podría comerme su cadáver.

    Ahora, a la luz del sol, me doy cuenta de que he elegido un destino incierto. No sé si deseo vivir por toda la eternidad y buscar hombres o mujeres para amarlos y saciar mi sed. Deberé vagar entre este mundo y el más allá sin descanso, matando, ahogando y mutilando a quien encuentre en mi camino.

     Bien pensado, no resultará una vida aburrida: tendré todo el tiempo del mundo para encontrar a alguien que me ame de verdad.

Carolina Márquez

Relato que forma parte de la antología 666 para Halloween 2012 de Paraíso4.com
(Podéis descargar la antología aquí: II Especial Halloween 666)

miércoles, 7 de marzo de 2012

Lai Kwan o la libertad de decidir





    Los ojos oscuros y rasgados de Lai Kwan se cerraron al sentir la suave caricia del hombre que yacía sobre ella.

    Su piel vibraba emocionada, brillante, receptiva y sensible a su tacto, a su mano resbalando por sus caderas, más suave que el tacto de la seda de sus qipao acariciando su cuerpo día tras día, siempre que no trataba de adaptarse a la moda occidental.
    Hong Kong sería libre algún día, al igual que ella lo sería también de la tiranía de aquel que ahora la retenía entre sus brazos, deseando huir, deseando permanecer en ellos. Sintió una mano audaz abriéndose camino a través de su cuerpo y sus sentimientos se cerraron al igual que sus ojos. La seda del vestido se rasgó en un murmullo lleno de sensualidad y calor extremo, extendiéndose sobre las sábanas del lecho compartido.

   Amaba a aquel hombre, no podía evitarlo, a pesar de su traición. Lo amaba...y ese amor la estaba consumiendo, la hacía morir cada vez que uno de sus dedos invadía su intimidad, cada vez que desgarraba la seda que la cubría hasta la garganta, dejando al descubierto no sólo sus pechos, sino también su corazón.

    Lai Kwan se enamoró, como miles de mujeres se enamoran todos los días, todas las horas y todos los minutos. Pero el hombre escogido fue el hombre equivocado. Desde el primer minuto en que fue consciente de sus sentimientos, sabía que ese amor no arribaría a puerto seguro, no al menos a Heung Kong, el nombre que los chinos daban al puerto de Aberdeen, y que los occidentales llamaban "El Puerto de las Fragancias".

    Lai recordó el altar que confeccionó en memoria de Tin-Hau, la diosa del mar, y a ella dirigió sus pensamientos:

    "Si yo permanezco, dame la capacidad de aceptar. Si yo muero, mueran sus sentimientos conmigo."

    Su petición a la diosa le pareció cargada de egoísmo, y quiso rectificar, quizás para hacer aún más daño, quién sabe, ni ella misma sabía lo que quería.

    "Madre Tin-Hau, madre...no permitas que vuelva a desear a ninguna otra mujer, no lo consientas, salvo que su corazón cambie, salvo que ofrezca la ternura que a mí no me supo entregar. Yo, he decidido poner mi vida a tu servicio y alejarme de la esclavitud a la que su amor me condena. Voy a ser libre, por fin..."

    El hombre levantó la cabeza de la almohada y percibió en la penumbra el rostro de Lai Kwan. Besó su boca con ansiedad y le prometió amor eterno, un amor en el que ni siquiera los dioses creían. Pero Lai sonreía, le habló y le invitó a compartir una fiesta de despedida en el Puerto de Las Fragancias.

    -¿Despedida?, ¿a dónde vas, querida?
    -Vuelvo a mi hogar, xiansheng.
    -Llévame contigo...
    -No, xiansheng, no es posible.
    -No quiero separarme de tí.
    -Yo sí, mi señor. Quiero verme libre de tí y lucir mis vestidos sin que sean después rasgados ni mancillados. Quiero ser respetada por mis pensamientos y mis ideas, y quiero comprobar que puedo bailar como el mar lo hace alrededor de los miles de juncos anclados en este puerto, deseando volver a recorrer las costas, hasta arribar a casa, a puerto seguro.
    -Lai, tú eres mía.
    -No soy de nadie, ni tan solo de la Madre Tin-Hau. Ella me permite escoger, tú no lo haces.

    La mirada de Lai se clavó en la del hombre mientras deslizaba sobre su cuerpo un inmaculado qipao blanco bordado con flores de otoño y lo acordonaba hasta el cuello mao que aprisionaba su alma hasta dejarla sin respiración.

    Un alma que hasta ese mismo instante no se sintió en libertad...


Qipao: Vestido tradicional chino.
Xiansheng: Tratamiento formal chino equivalente a "señor".

viernes, 28 de octubre de 2011

RAN. Capítulo XLIV "KIBÔ" 希望. La Noche de la Esperanza









Shi o mae ni
Suzushi kaze

Ante la muerte
El frescor del viento






     No podían esperar más.
     El tiempo apremiaba y debían dejar zanjado el asunto antes del amanecer. El prisionero estaba preparado para asumir su destino con todas las consecuencias y todos lo sabían, absolutamente todos. Únicamente bastaba la decisión del filo cortante de un tantô y la sentencia de una katana para poner fin al sufrimiento del soldado y concederle una salida digna y honorable. Una entrada al Kami no Michi, el Camino de los Dioses que le conduciría a la paz eterna y a la restauración del honor perdido en la guerra. Ônin se estaba cobrando ya demasiadas vidas y aun vendrían muchas más. Pero esto era por completo necesario. Jamás ningún soldado permitiría ser ejecutado sin antes cometer el último acto de valentía que le ofrecía el código del samurái: morir empuñando su arma. Si ésto no se producía durante la batalla, debía producirse cometiendo el honorable seppuku, el suicidio ritual.

    El hombre al que se le llamó Kasumi desde que vio la luz del sol hacía veintitrés años anduvo despacio en dirección al jardín que rodeaba el templo de la Eterna Soledad. Los troncos del bambú que apagaban la luz creciente de la luna y no permitían el acceso a los primeros rayos del alba, parecían ofrecer su eterna protección a las miradas extrañas. Una especie de intimidad se apoderó del recinto, dejando un espacio confortable para un acto tan solemne como es abandonar este mundo por voluntad propia.

    Gaman lo observaba con ojos cansados empuñando con fuerza a Fuyu, su katana, la cual empezaba a arder bajo su mano como la nieve arde con su frío absoluto en pleno invierno. Fuyu conocía la intención de su dueño. El arma afilada vibraba sabiendo que iba a servir al respetuoso encargo de un kaushaku:, un verdugo que separaría la cabeza del cuerpo antes de que la agonía fuera insoportable. Cortar una vida para evitar su sufrimiento y alcanzar rápidamente el camino a la gloria. La espada estaba impaciente por cumplir con su cometido y dar descanso eterno a quien lo había solicitado con humildad. La mano de Gaman conectó con la tsuba de Fuyu, el guardamanos decorado con hojas de cerezo y no con flores, pues éstas eran demasiado respetadas por su familia como para grabarlas en ninguna parte de sus sables. Se conformaban con acompañarse de las hojas del árbol tradicional del Imperio. Gaman y Fuyu se sentían unidos: un solo ser que debía cumplir la misión de abrir las puertas del cielo a un guerrero.

    La noche que terminaría dentro de pocos minutos daba paso a una nueva esperanza. No todo podía darse por perdido si cada uno de los soldados del Imperio podía conservar intacto su honor a través de una tradición respetada y aceptada por todo un pueblo. Ese honor que impulsaba a un hombre a dar su vida para reparar las injusticias cometidas, podía ser la clave de la solución del conflicto entre hermanos. Ashikaga y sus hombres reflexionaban sobre ello mientras sus miradas acompañaban al guerrero hacia su tránsito a una nueva vida. La angustia se reflejaba en todos y cada uno de los rostros de los allí presentes. El gobernador Ashikaga sentía una mezcla de repugnancia y admiración que lo llevó a inclinar la cabeza y respirar hondo. La muerte nunca resulta agradable, por muy curtido que se esté en la batalla y él no lo estaba, no hasta entonces, cuando desde hacía mucho tiempo estaba protegido en la seguridad de su palacio en Kyoto. Hacía años que no empuñaba su sable y ahora sentía un ahogo que amenazaba con sofocar su corazón. La muerte, de nuevo, volvía a su entendimiento, y siempre le pareció una señora que le cortejaría en la distancia, con sus inquietos abanicos envolviéndolo y elevándolo hasta alcanzar los rayos del sol. Pero no como la percibía ahora: una cortesana seduciendo a un simple soldado. De todas formas podía alcanzar a vislumbrar el acto de amor que suponía para el traidor abrazar a la gran dama

    La inminente luz del sol amenazaba con invadir la intimidad creada por las sombras.
   
    Taro,  el general de confianza de Ashikaga, también se dejaba llevar por oscuros pensamientos. No sentía simpatía por el Hijo de la Niebla, pero sí se hallaba confuso y no deseaba el final que estaba a punto de presenciar. El seppuku era el acto más honorable que pudiera cometer un soldado, sin embargo no deseaba presenciarlo. No, ese acto era inconcebible para él, aunque formara parte de sus tradiciones. Cerró los ojos y tomó aire, soportando la presión en sus pulmones hasta que todo terminara. Quizás, con un poco de suerte,  hubiera dejado de respirar junto con el soldado que iba a morir. Eso lo decidirían los Kami....

    Los primeros rayos del alba golpearon a Nakamura como una piedra impacta con otra lanzada desde cierta distancia, con fuerza y velocidad, desgarrando materia y desprendiendo partículas de calor. No deseaba presenciar la ceremonia que se desarrollaba ante sus ojos. ¡Diablos!, no, no lo deseaba. Aunque era partidario de esa tradición reparadora del honor, tenía el estómago revuelto y suplicaba a los dioses no hallarse en ese lugar, ni en ese momento. Deseaba sumirse en un profundo sueño en el que la realidad se transformara en un paraíso delicioso, junto a la mujer que amaba. Pero el ruído de unos pasos húmedos, sobre el suelo embarrado de los jardines del templo, le obligaron a a abrir los ojos y volver a la realidad que no deseaba vivir.

    Siempre que la luna dejaba paso al sol ardiente del amanecer, Takeshi volvía a sentir el vínculo que le unía a su padre: Tetsuya...y la voz que un día le impulsó a luchar: 

    "Musuko, el viento se está haciendo cada vez más fuerte, imparable, convirtiéndose en un ciclón que arrasará todo cuanto encuentre a su paso. Tu fuerza está en tu nombre y en tu corazón. Si hay algo que el viento no puede arrastrar es la piedra, si hay algo que no puede doblar es la espada. Haz honor a tu nombre y al de tu familia. Sé la piedra y la espada, nada ni nadie podrá vencerte, y, tomes la decisión que tomes, estaré a tu lado".

    Takeshi dobló su cuerpo sobre su montura, intentando encontrar el aire puro que le faltaba en esos instantes.
    El soldado se aferró a Kamikaze intentando con ese movimiento que su corcel le arrastrara de ese momento que no deseaba vivir.

    Kasumi se aproximó al lugar indicado, alzó los ojos al cielo y susurró una oración.
    Gaman desenfundó a Fuyu, preparado para recibir la señal.
    El camino de los dioses comenzaba a abrir sus puertas.


KIBÔ  希望 : Esperanza.
FUYU  冬 :  Invierno.
KAISHAKU (KAISHAKUNIN)   介錯人. :  Es la persona encargada de hacer de segundo durante el seppuku, su deber es la decapitación del suicida durante su agonía. Solía recurrirse a grandes maestros en el arte de la espada.

Aparte del propósito, evitar una angustia prolongada hasta la muerte, se evita tanto al muerto como a quienes lo observan el espectáculo de los retorcimientos y agonía que siguen.


Haiku:
Taneda Santôka (1882-1940). Traducción de Vicente Haya y Hiroko Tsuji.

Este relato es propiedad de su autora y está protegido

domingo, 7 de agosto de 2011

RAN. Capítulo XLIII "YUIGON" 遺言. La Última Voluntad.

   

Chiri wa mina
Sakura narikeri
Tera no kure

Hoy la basura
Son flores del cerezo
Tarde en un templo









    El bambú vertía su sombra sobre el pequeño ventanuco de la celda donde Kasumi se hallaba recluído. La mano que sintió sobre su hombro era reconfortante, al igual que la sombra de la planta que parecía amenazar con aplastar el templo de La Eterna Soledad. Y precisamente esa soledad era la que en esos instantes atravesaba los huesos del Hijo de la Niebla, como cuchillos afilados desgarrando músculos y carne, cebándose en él y en su conciencia. El general Kazahaya posiblemente habría recibido ya la justicia de manos del señor Hosokawa, nunca lo sabría. A él únicamente le quedaba la posibilidad de pedir clemencia y jurar nueva lealtad al clan para tener una muerte digna. Eso lo conocería en pocos minutos.

    El sacerdote apretó la mano que descansaba sobre el hombro de Kasumi. No deseaba que sufriera más preguntándose cuál sería su destino final, aunque ya debía intuir algo a esas alturas. Gaman se colocó frente al soldado de forma que sus ojos quedaran a la altura de su mirada. Las sombras del bambú se cernían sobre las dos figuras y la noche cerrada era un símbolo para compartir confidencias y arrepentimientos.

    -Kasumi... tu Señor, Yamana, está aquí. Ha venido para reclamar tu alma.
    -Viejo diablo, lo intuía... este día debía llegar y me alegra que por fin lo haya hecho.
    -Sabes qué destino te aguarda.
    -Espero que sea el más honorable.
    Gaman extrajo de las mangas de su hábito tres folios polvorientos y amarillos. Se los ofreció a Kasumi junto a una pluma para que escribiera su yuigon... su testamento y sus últimas palabras como hombre y como samurái.

    -¿Sabes una cosa, viejo sacerdote? Prefiero la muerte mil veces a vivir como un ronin, un paria despojado de su Señor y de su honor.
    -No es malo ser un hombre ola, un vagabundo errante... muchos ronin lo son porque han perdido a su Señor, pero conservan su honor intacto.
    Kasumi alzó la mirada al cielo y suspiró con tristeza.
    -Pero yo sí he perdido mi honor y quiero recuperarlo. En mi yuigon juraré de nuevo lealtad al clan y partiré con el alma en paz. Sólo deseo pedirte una cosa.
    -Habla, hijo mío. Tu deseo será concedido.
    -Quiero que seas mi kaishaku y separes mi cabeza de mi cuerpo en el momento en que sufra la agonía más insoportable que pueda sentir un ser humano. Prométeme que estarás conmigo y que actuarás según mis deseos.
    -Lo prometo, Kasumi. Para mí será un honor complacerte y acompañarte en tu viaje hacia la morada de los dioses.

    Dichas estas palabras los dos hombres se miraron y la visión de Gaman se tornó vidriosa. No podía creer que Kasumi, el guerrero deshonrado, le pidiera ser parte de los últimos instantes de su vida. Para cualquier persona honorable constituía un grandísimo honor ser el kaishaku de un guerrero, su asistente en el seppuku, el suicidio ritual que reparaba el honor perdido y la dignidad con la que alguna vez actuó el condenado en su vida. Un ritual que le devolvía la paz y lo inmolaba en el altar dedicado a los dioses del país, reconciliándose con su familia y su clan a pesar del dolor innombrable que suponía el tránsito hacia esa nueva vida.
    Gaman suspiró profundamente aspirando el aroma de los cerezos que rodeaban el templo y apreciando la inmensidad y grandeza del bosque de bambú que cobijaba y ofrecía frescura a la par que protección al Templo de la Soledad. Cerró los ojos y se inclinó ante el hombre que tenía ante él en señal de profundo respeto y admiración.

    -¡Hai!, -dijo el sacerdote con firmeza y determinación-. Seré tu kaishaku... el mayor honor que se me ha concedido en esta vida. Esta tarde en el templo un nuevo cerezo florecerá de entre la miseria y la indignidad, para convertirse en el árbol más hermoso de la morada de los Kami. No te defraudaré, Kasumi,- el anciano suspiró-. Seré tu vínculo con el Más Allá y juro por mi propia vida que tu muerte será rápida y pronto alcanzarás la paz que tanto deseas.
    Kasumi lo miró de frente con un brillo en sus ojos que reflejaban tanto su calma como la ansiedad de alcanzar ese nuevo estatus de divinidad que solo un sacrificio personal unido al arrepentimiento más profundo podrían ayudarle a conseguir. Necesitaba el perdón como un sediento necesita agua para saciar la sed. Eso era algo que conocía desde que se llevó a la concubina para negociar con ella. Sabía que llegaría el día en que se arrepentiría. Ese conocimiento le condujo a la conclusión de que, después de todo, seguía conservando su lealtad y su alma intacta. Pero había llegado el momento de demostrarlo y estaba dispuesto a ello. Alargó su mano hasta dejarla descansar sobre el hombro de Gaman e inclinó la cabeza posando sus ojos en las manos deformadas por la edad que descansaban lánguidas en el regazo del viejo sacerdote.

    -Amigo... sé que tu mano, a pesar de la edad, no temblará en el instante final. Ahora me siento tranquilo y por ello te pido unos minutos de soledad para redactar mi yuigon, hecho lo cual, mi destino se habrá cumplido y yo estaré dispuesto para encontrarme con los dioses.
    -Sea del modo en que deseas, Kasumi. -El viejo sacerdote se sentía contento a pesar de las circunstancias.- Has cambiado mucho. La proximidad de la Señora nos cambia a todos. La Muerte hace que nuestros caminos se tornen rectos y que nuestros espíritus sigan la senda marcada por el honor y el respeto a nuestro clan y las tradiciones de un pueblo milenario. Deseo que los dioses iluminen tus últimas palabras y que te reciban en su Paraíso. El arrepentimiento que demuestras es digno de ser tenido en cuenta por los protectores de nuestras creencias. Ve en paz Kasumi, Hijo de la Niebla, y que tengas un buen viaje. Te juro por mi alma que no dejaré que sufras demasiado tiempo.

    El anciano guardián del templo de la Eterna Soledad giró en sentido a la puerta de la celda decidido a abandonarla. Su cuerpo parecía más encorvado que unos minutos antes, pues el peso de lo que debía hacer y su compromiso con Kasumi lo entristecían hasta el infinito. Ser un kaishaku, un asistente al suicidio era un honor, pero también un lastre para su cansado corazón. Cruzó las puertas de la mísera celda, se detuvo unos segundos eternos y no volvió la vista atrás.




    Al abandonar Gaman la pequeña celda, Kasumi se sumió en un profundo abatimiento. Alzó la cabeza y miró hacia el techo de la estancia queriendo atravesarlo, deseando llegar cuanto antes al cielo que se le prometía después de cometer el último y único acto honorable de su vida confusa y miserable. Ahora debía redactar su yuigón, su última voluntad y testamento.
    Tomó las amarillentas hojas que le proporcionó el sacerdote y la pluma. Descubrió que el viejo monje también le había proporcionado la tinta que le ayudaría a redactar sus últimas palabras. Se sentó en el suelo con gran esfuerzo y, apoyando el papel en sus rodillas, comenzó a escribir.

    "Japón, el día no lo recuerdo, del año 1467 en el glorioso Imperio que ve nacer el sol.
    Este es el día en que mi vida llega a su final.
    Pertenezco al clan Yamana, de mi Señor Yamana Sôzen y soy un traidor.
    Me arrepiento de haber sido hijo de la Niebla y de dejar que sus brumas confundieran mi mente, mis pensamientos y mis hechos. He cometido actos que me avergüenzan profundamente. He sido desleal a mi clan y debo entregarle mi vida, esperando que mi alma inmortal alcance el Cielo que como soldado no supe ganar.
    He aquí mi último deseo y voluntad.
    Juro de nuevo lealtad a Yamana y a su glorioso clan. El destino quiso que yo sirviera a la familia más honorable de este imperio. No sé cómo pedir perdón y no sé cómo hacer para ser de nuevo admitido en su seno salvo morir por mi propia mano. Ese es mi destino y lo cumpliré fielmente. He pedido a Gaman, sacerdote del templo Kodoku, que me acompañe en los últimos instantes de mi vida en este mundo.
    Quiero volver a ser un soldado, empuñar mi katana al servicio de mi familia.   
    Quiero sentir de nuevo el calor de los míos y dar mi vida por ellos.
    Eso es lo que voy a hacer en unos instantes.
    Deseo que mis pocas propiedades sean devueltas a mi Señor, para que les dé un destino digno y sean cuidadas y protegidas para el mayor bien de mi pueblo.
    Los dioses y mi Señor me han dado la oportunidad de rectificar y a solo a ellos debo mi respeto y mi vida, la cual ofrezco gustosamente y con alegría. Abandono este mundo con felicidad y con el respeto que siento hacia mi Señor.
    Kami... hacia vosotros dirijo mi última plegaria.
    Vosotros, dioses de mi pueblo, tened la gracia de acogerme en vuestro cielo.
    Proteged al Imperio y dejadme participar en ese empeño.
    Que el sol naciente ilumine por siempre nuestras vidas, y que la paz alcance cada corazón que existe, vive y respira.
    Que así sea por siempre y que cada alma busque el entendimiento entre hermanos.
    Velaré desde la Eternidad para que se cumpla.

                Kasumi, hijo del clan Yamana, al servicio del Imperio."

    Las sombras proyectadas por el bambú arroparon las últimas palabras de Kasumi y el cielo volvió a descargar su furia en forma de lluvia torrencial. Quien pudiera haberlo visto y sentido, diría que los dioses lloraban y reían a la vez, esperando al Hijo de la Niebla, el soldado que pudo recuperar su honor y que pronto ocuparía su lugar junto a los guerreros caídos en una guerra sin sentido.
    Eso sucedería pronto, muy pronto...


YUIGON : Última voluntad, testamento que redacta una persona que va a cometer seppuku (suicidio ritual).
KAISHAKU : Ayudante en el suicidio.

HAI : "Sí", afirmación.
KAMI : Dioses sintoístas de japón.


Haiku:
Tan Taigi (1709-1771). Traducción de Antonio Cabezas.

Este relato es propiedad de su autora y está protegido.

miércoles, 9 de marzo de 2011

RAN. Capítulo XLII "UNMEI" 運命. El Destino de un Traidor



Hô-sange
Sunawashi shirenu
Yukue kana

Magnolia caída
Nadie sabe
Tu destino


Doblan su tallo
Los capullos marchitos
Bajo la nieve






    Los nuevos visitantes atravesaron las puertas del templo Kodoku con paso solemne, provocando un sonido peculiar a medida que sus sables golpeaban suavemente las armaduras que cubrían sus cuerpos. El sacerdote continuaba manteniendo la sonrisa con la que los había recibido: el destino del traidor iba a cumplirse en poco tiempo y ello le producía una gran satisfacción. La Justicia siempre reclamaba su parte, tarde o temprano y aquella vez no sería diferente. También el gran señor sonreía. Hacía mucho tiempo que esperaba con ansiedad este momento, el que Gaman le profetizó que muy pronto habría de llegar.

    -Ohayou gozaimasu, viejo amigo. Hoy es un gran día.
    -Efectivamente, gran señor, lo es. Os dije que este día no tardaría en llegar, tal y como vislumbré en mis sueños. El Hijo de la Niebla es vuestro, pero os rogaría que antes de entregároslo me permitiérais hablar con él y explicarle lo que el destino le tiene reservado.
    -Sea como dices, pero no podemos perder mucho tiempo. Existen nuevos clanes que se han alzado contra nosotros y debemos hacer planes para combatirlos.
    -Me llevará poco tiempo, mi señor Yamana Sôzen. Muy poco tiempo...

                                        ***

    En uno de los rincones de la amplia estancia del palacio Uesugi donde aun permanecían las mujeres, Hoshi luchaba contra la rígida tela de la ropa interior que escogió para vestirse, empeñada en hacer pasar sus caderas por un estrecho agujero de seda dos veces menor que aquéllas. Hanako la miraba de reojo y suspiró ruidosamente. Hoshi arqueó una ceja en forma de interrogación como si la retara a hacer un comentario. Al no obtener ningún resultado, decidió seguir peleando contra la tela como si fuera el enemigo a derrotar. Bara intentaba también enfundarse un kimono y estaba poniéndose muy nerviosa. Dirigió sus pasos hacia Hoshi y le arrancó la ropa de las manos, provocando que la antigua sirvienta cayera al suelo y arrastrara consigo toda la decoración que encontró al paso de su cuerpo, siguiendo los dictados de la ley de la gravedad y causando un terrible estruendo cuyos ecos hubieran podido llegar al otro extremo del país. Hoshi se levantó rápidamente intentando sostener entre sus pequeñas manos una figura de jade y plata que había quedado enredada entre las ropas y que amenazaba con causar mucho ruido si llegaba a tocar el suelo. Hanako lanzó a las dos mujeres una mirada cargada de reproches, exigiéndoles silencio y compostura. Estaba más que segura de que corrían un serio peligro si continuaban con la actitud despreocupada con la que hasta ahora se habían comportado en el palacio, y la Flor de Oriente apreciaba mucho su cabeza como para arriesgarse a perderla en un lugar como aquél.

    -Amigas, por vuestros antepasados que estarán sin duda revolviéndose en sus tumbas... ¿queréis dejar de hacer el idiota de una vez? Estáis formando un gran alboroto y no me extrañaría que quisieran perdernos de vista muy pronto si seguimos desafiando las normas de Tsubame y no estamos listas para la presentación.
    -Ay, -suspiró Hoshi exageradamente comenzando a dar vueltas por la estancia sujetando el obi de un kimono como si danzara con él- si mi general contemplara lo hermosa que estoy con estas ropas tan lujosas os aseguro que perdería del todo su cabeza por mí.
    -Tu querido general lo que haría seguramente es darte unos buenos azotes en tu hermoso trasero cubierto de seda, y si continúas así lo más probable es que seas tú quien pierda la cabeza por obra de alguna espada ansiosa de hacerte callar la boca. -Hanako respiró hondo antes de proseguir con su regañina- Mira Hoshi, vamos a terminar de vestirnos y comparezcamos ante Uesugi. Lo importante es saber qué planes tiene con respecto a nosotras y mientras tanto, debemos observar y memorizar todos los detalles sobre el palacio. Hemos de encontrar la forma de escapar y avisar a nuestros soldados, pues algo me hace intuir que este clan piensa iniciar una ofensiva contra el señor Yamana muy pronto.
    -¿Cómo estás tan segura? -intervino Bara, quien las miraba asomando la cabeza tras un enorme byôbu de dos paneles en el que se hallaban representadas enormes magnolias lacadas que reflejaban la luz de un sol imaginario-. Hanako, cuéntanos cuáles son tus sospechas.
    -Es algo inexplicable, Bara. Es una desagradable opresión que siento en el pecho y en el estómago, como una premonición de que algo grave sucederá que nos complicará la existencia a todos.
    -Eso es que te sentó mal la comida que nos dieron antes, querida, -replicó Hoshi mientras intentaba desenredar sus ropas del nudo que ella misma había formado- no olvides que el pescado no suele sentarte bien.
    -Ah, mi Hoshi, hermana... a veces yo misma te daría esos azotes que mereces, pero entonces dejaría de ser una delicada flor sin más para convertirme en una rosa con espinas. Como Bara.
   
    Las tres mujeres se miraron fijamente y estallaron en sonoras carcajadas sin importarles ya el ruido que pudieran hacer, deseando en el fondo de sus corazones aliviar con aquellas risas la tensión y el nerviosismo en los que habían estado viviendo los últimos días. Los soldados que se encontraban al otro lado de las puertas y que custodiaban la estancia donde se hallaban recluidas las mujeres, no pudieron evitar reir también ante el alboroto desarrollado por aquellas hermosas pero ingenuas prisioneras.

                                        ***

    Algo no iba bien, nada bien. Para Kasumi, El Hijo de la Niebla, las cosas empezaban a torcerse y a tomar un rumbo desconocido que no presagiaba nada bueno. Llevaba muchas horas esperando, demasiadas para suponer que Ashikaga y sus soldados aún permanecían en el templo. Tenían prisa por rescatar a sus mujeres y debían haber partido hacia teritorio Uesugi. Pero lo extraño era que lo hubiesen abandonado en el templo Kudoku en compañía de un viejo y loco sacerdote y de unos pocos monjes novicios así, sin más. Si lo que pretendían era encerrarlo en ese antro de por vida, no iban a lograrlo, encontraría la forma de escapar. Pero no, no se trataba de eso, seguro. Algo estaba ocurriendo, lo intuía y comenzó a sentirse mareado al comprender instintivamente que aquello era el final, su final, y que muy pronto su destino le sería dado a conocer y que no habría forma alguna de evitar que se cumpliera.
    Ensimismado en sus angustiosos pensamientos no advirtió que alguien había entrado en la pequeña celda y que ahora se hallaba a pocos pasos de distancia. Cuando advirtió la presencia de otra persona junto a él, supo al instante que se trataba de Gaman, ese viejo y loco sacerdote que sería su guía espiritual en las próximas horas, las últimas de su vida.


UNMEI  運命 : Destino. 
"OHAYOU GOZAIMASU"  おはよう  ございます : "Buenos días".
OBI : Faja ancha para sujetar el kimono.
BYÔBU  屏風 :  Biombo ( Byō “protección”+ bu“viento”). El término significa, en sentido figurado, la "pantallas de protección contra el viento" que se refiere a que el propósito original del biombo evitaba que el viento soplara dentro de las habitaciones.

Haikus:
Kawabata Bôsha (1900-1941). Traducción Ricardo de la Fuente, Yutaka Kawamoto.
"Doblan su tallo". Mercedes Pérez -Kotori-. El reflejo de Uzume.

Este relato es propiedad de su autora y está protegido.