Nunca entendí por qué yo debía saber cuándo y cómo debía morir. Me dijo una anciana adivina que todo se debía al año de mi nacimiento: el de la serpiente según el calendario chino, pero yo nunca he creído en adivinos, ni en horóscopos, mucho menos en el destino ni en que las cosas están escritas de antemano. Siempre me asaltaron dudas sobre mi futuro, pero nunca imaginé que llegaría a convertirme en yôkai, un ser de otro mundo sin alma ni esperanza, avanzando sola entre tinieblas, siendo temida por todos los humanos en las frías y oscuras noches de invierno.
Mi nombre es Roku y esta es mi historia…
La vida me sonreía de forma magnífica. Me casé con el amor de mi vida y tuve dos hijos maravillosos con él. Conocí a mi esposo a los catorce años y me enamoré por su forma de hablar, sus detalles y su profundo interés hacia mis cosas. Yo era profesora en la escuela de primaria de Iburi, perteneciente a la prefectura de Hokkaidô y mis días transcurrían felices, un tanto monótonos a veces, pero resultaba ser una rutina cómoda y agradable. Todos los días, al salir de la escuela, me dirigía al mercado con el objetivo de comprar las cosas necesarias para el sustento de mi familia. Otra rutina más que satisfacía mis ansias de llevar una vida plena y feliz al lado de los míos. Siempre me he sentido muy insegura con respecto al amor que los demás pudieran sentir por mí: dudaba de ese cariño que las personas más queridas me ofrecían a manos llenas, y a veces incluso pensaba que no era más que caridad o mucha generosidad por su parte el hecho de que me quisieran tanto. Por ello creo que la conversación que escuché sin querer en el mercado aquella fría tarde de noviembre, fue el desencadenante de todas mis desgracias futuras.
Recuerdo que las clases duraron un poco más de lo habitual, debido a las insistentes e interesantes preguntas de los alumnos que yo ni me atrevía ni deseaba interrumpir. Me resultaba estimulante comprobar hasta qué punto mis palabras eran escuchadas y ver cómo despertaban curiosidad por saber más cosas. Cuando los ánimos se fueron templando y las curiosidades iban obteniendo respuestas, saqué fuerzas para dar por terminada la clase, recoger mis cosas y dirigirme al mercado. Todas las paradas y puestos se hallaban como siempre: llenos de género vivo y multicolor, llamando la atención de los compradores y destilando en mí una sensación de cercanía y familiaridad. Saludé a todos los tenderos a los que siempre adquiría productos mientras observaba el ir y venir de gente negociando y a veces hasta regateando los precios de aquello que deseaban, con el objeto de conseguir una buena oferta que no mermara mucho sus bolsillos. La tarde estaba resultando espléndida, y cuánto más relajada me hallaba observando y escuchando, más pronto llegó a mis oídos una conversación que jamás debería haberme sido revelada.
−Pues sí, el día siete es su cumpleaños. Deberíamos comprarle un regalo, sabes que va a desvivirse por complacer a todos sus amigos.
−Esa tonta, si ella supiera…
Mis oídos se abrieron aún más, si es posible que los oídos se abran de alguna forma. Yo cumplía años ese día, faltaban tan solo unas pocas horas y precisamente me encontraba buscando los ingredientes necesarios para realizar los pasteles tradicionales que mi abuela elaboraba en todos mis cumpleaños. Conocía a las dos mujeres que mantenían aquella inquietante conversación y las había invitado a mi casa. ¿De quién estaban hablando? Mi interés creció y mi mente intentó concentrarse para captar hasta el más mínimo detalle del diálogo que se desarrollaba a poca distancia.
−Pero no lo sabe, y así debe continuar. Ella es feliz de este modo, ignorando la verdad.
−Oh, vamos. Debería saberlo. Todas las mujeres tienen que conocer cuándo sus maridos las engañan.
Mis manos se helaron en ese instante y la cartera que llevaba se deslizó rozando suavemente mis dedos. Cayó con rapidez y emitió un ruido sordo al chocar contra el suelo, pero a mí me pareció la caída de una pluma que se alargaba en el tiempo, hasta el infinito. No podía creer lo que estaba escuchando, pero al mismo tiempo sabía que era cierto. Nadie me había amado nunca, ni siquiera mis padres al nacer, estaba convencida de ello. Todos los momentos amorosos de mi pasado desfilaron por delante de mis ojos y me parecieron falsos y absolutamente repugnantes. Creo que mi cordura sufrió un serio revés en ese instante y ya no pude ver nada más que la locura rigiendo el futuro hasta que dejara de existir. Aunque me esforzaba por razonar, no podía hacerlo. Amaba profundamente a mi marido y sin embargo él me había traicionado. La sinrazón se apoderó de mí y supe que muy pronto moriría y cómo debía hacerlo: la decisión estaba tomada. El fantasma de los celos se adueñaba de mi corazón herido y, aunque el mismo diablo me ofreciera el cielo para hacerme cambiar de opinión, no hubiera podido convencerme, pues ya me encontraba viviendo en el infierno por toda la eternidad.
Anduve por las calles sin decidirme a llegar a casa. Los ojos anegados en lágrimas no me permitían ver los desniveles del suelo e iba tropezando con todos los adoquines que sobresalían del resto. Mi mente febril no dejaba de dar vueltas sobre la conversación escuchada unas horas antes y no entiendo por qué no me daba a mí misma motivos para dudar de que aquello que escuché fuera cierto en realidad. La seguridad con la que sabía que mi marido me engañaba era más fuerte que las dudas y excusas que indicaran lo contrario y, por mucho que me esforzara, no lograba encontrar ninguna de las dos cosas.
Ahora entendía lo que antes me resultaba incomprensible y empezaba a verlo todo claro: las noches en que llegaba tarde a casa sin justificación alguna y oliendo a algo extraño que no podía identificar. No era perfume, era un olor de culpabilidad amargo y siniestro que invadía mis fosas nasales y no lograba apartar de mí durante esa noche en la que no podía conciliar el sueño. Sentí deseos de ahogar a mi marido con mis propias manos, pero soy una mujer delgada y mis fuerzas apenas alcanzan a abrir una simple botella de agua.
Me encontré sin saber cómo frente a la puerta de la casa donde vivía, un refugio para mi soledad en el que creí sentirme acompañada, o al menos eso había pensado hasta ahora. Fui hasta la cocina y tomé el cuchillo más grande que pude encontrar. Subí hasta mi habitación y me estiré en la cama que compartía con mi esposo esperando el sueño que no tardó en alcanzarme, un sueño profundo que me permitiría reflexionar o atarme aún más a la locura que ya había nacido en mí.
Soñé que mi cuerpo levitaba y pronto me vi en un desierto helado atrapado entre montañas. Mama Aiko, mi abuela, me esperaba sentada sobre la nieve sin sentir el frío que penetraba en las entrañas. Supongo que el motivo de la falta de sensibilidad era que ella nunca fue como las demás mujeres de la tribu ainu que habitaban aquellas tierras. Me miró y pude sentir cómo acariciaba mi cara aunque estuviese lejos y me susurraba al oído: «la tortura terminará cuando abandones el mundo de los vivos y acudas al poder de las tinieblas». Su mano continuó acariciándome suavemente y se deslizó por mi cuello hasta introducirse dentro de mis ropas. Mi piel se erizó al contacto y un escalofrío se propagó desde el cuero cabelludo hasta los dedos de mis pies. «Mama Aiko, ¿qué debo hacer?». Las palabras resonaron en mi cerebro sin que llegaran a salir por la boca, buscando respuestas a mi desconsuelo. Aiko no tardó en responder: «abandona este mundo y vuelve desde el infierno para poner las cosas en su lugar. No puedes permitir la traición ni dejar que te humillen frente a los demás. Tu dignidad está por encima de todo… de todo». Me alejé de ella aún más, no soportaba su voz ni su aliento tan cerca de mi rostro a pesar de la distancia, afrutado y amargo, como si hubiera estado bebiendo vino. Sentí una embriaguez que anulaba todos mis otros sentidos y deseé huir y volver a casa.
Desperté sobresaltada y aturdida, con el sabor amargo del aliento de mi abuela en la boca. Supe lo que debía hacer, así que me incorporé y fui a buscar un cordel de los que utilizaba para atar los paquetes que enviaba por correo. Me até los pies con un doble nudo muy fuerte para que en el momento de la agonía no se separasen mis piernas dejando mi cuerpo en una postura indecorosa. Recé a los dioses de mi familia y les supliqué que protegieran a mis hijos, lo único que yo amaba en esos instantes, soportando la pena de tener que abandonarlos por unas ansias de venganza infinitas. Me arrodillé en el suelo y miré el cuchillo de cocina que permanecía enredado entre las sábanas, reluciente, afilado: sería el último amante que besaría mi cuello. Hice un último esfuerzo y estiré la mano para tomarlo. No me temblaba el pulso. Lo agarré con fuerza y aproximé el filo cortante a la yugular.
La hoja se deslizó por la piel produciendo un suave siseo que a mí me pareció el susurro de la muerte llamándome por mi nombre. «Voy a tu encuentro, ya voy, amiga», pensé, sabiendo que podía escuchar mis pensamientos. La sangre empezó a brotar en un intermitente chorro, salpicando las paredes e inundando el suelo, y mi cuerpo comenzó a convulsionarse. Los pies atados impidieron el descontrol de mis extremidades y caí hacia adelante, ahogándome en los borbotones del manantial de fluido que escapaba por el corte de mi garganta.
Imágenes de mi esposo amándome en nuestro lecho fueron lo último que vi antes de morir.
Desperté de pronto. La luz del sol golpeaba mi cara con fuerza, el sudor bañaba todo mi cuerpo y mi esposo se hallaba a mi lado. Todo había sido un sueño… un estúpido y muy real sueño, desde el principio hasta el final: el mercado, la conversación, el encuentro con mi abuela… mi muerte. Sonreí y deslicé mi mano bajo la sábana para tocar el cuerpo que yacía a mi lado. Estaba frío, muy frío, y no se movió cuando lo zarandeé y grité su nombre. Me asusté y aparté las sábanas dejando al descubierto el rostro amoratado de mi esposo, esa cara que tanto había amado y los labios azules que tantas veces besé. Lloré por él, pero sobre todo por mí porque ya no volvería a tenerle entre mis brazos, suspirando, jadeando contra mi boca. Por otra parte, una extraña sensación de alivio y bienestar se apoderó de mí provocándome una nueva sonrisa y, con el alma llena de satisfacción por el deber cumplido, empecé a recordar lo que sucedió la noche anterior.
Mientras me ahogaba en mi propia sangre, la muerte se aproximó a mí portando en sus manos las llaves del inframundo. Lo supe porque ella me dijo que le habían encomendado la misión de acompañar a mi alma hacia ese lugar. No merecía el cielo, pues mi muerte era indigna, ya que no trataba de reparar mi honor sino de vengar el sentimiento de pérdida que la infidelidad de mi esposo había provocado. Yo deseaba esa venganza y sólo el infierno podía ayudarme.
Traspasé las puertas junto a mi compañera y fui recibida con honores. Un ejército de demonios espeluznantes besaba mis pies dejándolos llenos de una sustancia viscosa que permitía deslizarme de forma suave y ligera sobre la superficie de fuego que cubría el suelo. Ya era una de ellos. El Señor de las Tinieblas me otorgó su protección e hizo de mí un ser maligno con poder para destruir lo que más amaba.
Me bautizaron con el nombre de Rokurokubi y me enviaron de vuelta al mundo de los vivos, con apariencia mortal para culminar mi venganza. Esa misma noche abracé a mi esposo y provoqué su deseo, lo hice cabalgar sobre mí y yo lo monté a él. En el momento del clímax mi cuello comenzó a alargarse adoptando la forma de una serpiente, larga y sinuosa, alzándose sobre los dos. Pobre idiota, cómo me miraba aterrorizado mientras mi cuello rodeaba, abrazaba y apretaba su cuerpo sudoroso. El color abandonó su rostro, los ojos salían de sus órbitas, y yo reía como hacía tiempo, cuando nuestro amor no había sido aún mancillado por la traición. Poco a poco dejó de respirar y reclinó su cabeza contra mi pecho. La alegría de verlo muerto suscitó una reacción en mi cuerpo difícil de olvidar: tuve el mejor orgasmo de mi vida y temblé de pies a cabeza mientras mi cuello se retraía volviendo a darme una apariencia normal. Me deshice de su abrazo, lo estiré en el lecho y me acurruqué a su lado buscando el cuello para beber su sangre. Creí que al amanecer me sentiría plenamente satisfecha, e incluso pensé que podría comerme su cadáver.
Ahora, a la luz del sol, me doy cuenta de que he elegido un destino incierto. No sé si deseo vivir por toda la eternidad y buscar hombres o mujeres para amarlos y saciar mi sed. Deberé vagar entre este mundo y el más allá sin descanso, matando, ahogando y mutilando a quien encuentre en mi camino.
Bien pensado, no resultará una vida aburrida: tendré todo el tiempo del mundo para encontrar a alguien que me ame de verdad.
Carolina Márquez
Relato que forma parte de la antología 666 para Halloween 2012 de Paraíso4.com
(Podéis descargar la antología aquí: II Especial Halloween 666)