Oshikaraji
Kimi to tami to no
Tame naraba
Mi wa Musashino no
Tsuyu to kiyu tomo
Sin rencor
Si es por vos, mi Señor,
Y por vuestro pueblo
Desapareceré con el rocío
En la llanura de Musashi
Princesa Kazu, 1861
La medianoche se instaló en el palacio del Shogún trayendo con ella una noche tan cerrada, tan negra y tan oscura, que pareció que sobre el cielo volaran todos los negros cuervos del mundo llamados a reunirse sobre los cielos de Edo, la nueva capital del Imperio que a partir de esa noche hermética sería conocida como To-Kyo, dispuestos a ser testigos del cambio en la Historia.
El temible y poderoso Señor del Sol Naciente, sol que se ocultó desde hacía horas para abandonarlo a su destino, junto con sus hombres, se hallaba solo en la gran estancia que dominaba el sagrado recinto de los dioses, más allá de los jardines de los arces y buganvillias en flor, morada de sus antepasados.
Rezaba por su alma buscando la Luz, deseando que todo terminara en ese instante, dispuesto al último y definitivo ataque que pondría alas en sus manos y en su poderosa katana, La Eterna, la que acompañaba a todo samurái en su existencia y en su último viaje.
El silencio se adueñó del tiempo y del espacio...
A través de la bruma espesa en la que su mente se había introducido, en un letargo de meditación indefinido, el gran Señor creyó escuchar unos suaves pasos en la lejana distancia.
Venían a buscarlo, pero no sintió miedo, sólo un deseo apremiante de que lo encontraran pronto, sin más demora, para terminar con la agonía que le empujaba a no querer seguir viviendo más tiempo del necesario en el nuevo mundo que se avecinaba.
Los pasos eran silenciosos, apagados y cortos, muy cortos, más propios de una mujer que de los soldados que aguardaba desde hacía horas.
Una anciana encorvada por el peso de los años y el paso del tiempo se aproximaba a las dependencias donde el Shogún meditaba en sus últimos momentos, sigilosa e invisible bajo un negro velo de seda.
Se apoyaba la anciana sobre un liviano y extraño bastón, confeccionado con madera de bambú y que adoptaba una rara forma curvada, resultado del peso del cuerpo de la mujer proyectado en él a lo largo de los años. Arrastrándose gracias a la resistencia del duro material, a duras penas llegó hasta la gran puerta tras la que todo un antiguo y grandioso universo se desmoronaba por momentos.
Otoko, La Guardiana, se apoyó en el muro que exhibía el emblema de su Señor, el Crisantemo Azul, el símbolo de una antigua dinastía pronta a extinguirse, los dueños ambiciosos de un mundo único que ella conoció tan bien.
Y supo que moriría esa misma noche junto a él.
La anciana dejó caer el bastón y permitió a su espalda encorvada arrastrarse contra la pared, dejó que descendiera hasta el suelo, hasta sentarse en él, inclinando la cabeza para descansar la frente en la fría superficie y entonces, estiró las piernas con un suspiro de puro cansancio, físico y mental.
Su espíritu estaba tan cerca de su señor...
Sintió cómo la esencia que le pertenecía traspasaba la puerta cerrada y se enfrentaba a la del hombre encerrado en la habitación, percibiendo de nuevo ese vínculo que los unió desde el primer día en que se vieron por primera vez.
Pero debía continuar su misión y llegar hasta el final, completando el círculo que enlazaba sus vidas, Notó en su pecho el frío de la negra noche, acechándola y vigilándola, al igual que hacían los negros cuervos.
Cerró los ojos y su conciencia, todo su ser, se trasladó al principio de los tiempos que formaron su existencia, al inicio de la vida de su otro yo como Okiyo, la señora, la favorita del shogún, aquella que trajo un soplo de aire fresco y nuevo al invierno de Edo, arrancando flores prematuras en los sakura de los jardines del Palacio de las Nueve Primaveras, y en el corazón del hombre más poderoso del Imperio.
Cuando sus pequeños pies se posaron en el suelo del jardín, dejando atrás el palanquín que la transportaba, el corazón la sumió en un estado de trance... se arrodilló frente al hombre, se inclinó hasta tocar con su frente las frías piedras que la recibían con toda su humedad invernal, con la nieve acumulada desde hacía horas, las mismas que el gobernador llevaba aguardando su llegada.
Sus manos se apoyaron en la superficie helada y sintió el frío traspasándole las entrañas, el mismo frío que sentía al pensar qué le depararía el destino y cuál sería su nuevo futuro. En realidad, no era más que el miedo instalado en su mente hacia lo desconocido, miedo abriéndose paso en su nueva realidad, y entonces, de pronto...
El hombre le habló, le ordenó alzar la cabeza y mirarlo a los ojos, algo impensable, condenado con la pena a muerte.
Su corazón se paralizó por el terror hacia lo inesperado.
Apretó las manos con fuerza hasta que no sintió la sangre circular por ellas, y levantó la mirada, tímidamente, al cielo.
El viento helado del norte levantó su negro y largo cabello extendiéndolo como el abanico sagrado de una geisha, etéreo, suave y fragante, y su aroma a jengibre y áloe se extendió en el espacio, alcanzando a los aromas de las flores del jardín, ocultándolos, exterminándolos, hasta que no quedó más que su perfume de mujer.
Sus temblorosas manos apartaron los mechones que se enredaron en sus ojos, ocultando la visión del hombre que iba a ser su dueño. Pero antes de volver a bajar la mirada, vislumbró la brillante luz de unos ojos parecidos a los suyos, negros y penetrantes, cuya inteligencia adivinó en la oscura y directa mirada.
Percibió una complicidad unida a algo indefinido... admiración y reconocimiento, sintiéndose en ese momento como un ser igual al hombre que la miraba...
La anciana abrió los ojos despertando de su ensoñación y sintió de nuevo el frío atenazándole el corazón.
Se irguió con dificultad al escuchar unos pasos atronadores, fuertes, botas duras abriéndose paso entre los muros del Palacio.
Sintió el peso de los acontecimientos y el sentimiento de la llegada del instante final de su mundo. Los soldados alcanzaron las estancias interiores y los muros retumbaron al compás de sus rápidos pasos...
Otoko cerró de nuevo los ojos musitando una plegaria ancestral, invocando a sus dioses. En el momento en que un rayo cegador surcó el cielo de la antigua Edo, su cuerpo se agitó, se puso rígido y la curvatura de su espalda se difuminó y se perdió en el inicio de una fuerza desconocida, dando paso a un cuerpo joven, fuerte y lleno de vida.
Se arrancó con un ademán furioso el velo negro de seda que cubría su rostro, y asomaron dos ojos felinos, rasgados, fieros y brillantes, estandartes de una juventud inusitada e inesperada, regalo de los dioses.
Recogió el bastón del suelo sobre el que apoyaba sus pasos y lo alzó al cielo en la negra noche del dominio de los cuervos, quitó el extraño envoltorio que lo acompañaba y un brillo esplendoroso y único reflejó la luz de la luna encontrando el mágico y suave acero de la alabarda, la fiel y hermosa hoja curva mortal, la Protectora de vidas inocentes.
Alzó la naginata y la observó con detenimiento. Sintió su hoja desafiante como símbolo de la vida que las mujeres de su raza acunaban en sus curvados vientres, su amiga, su confidente, su madre y hermana.
Su eterna compañera...
La tomó y la alzó a la altura de sus finos ojos rasgados, suspiró y sintió su fuerza emanando de su empuñadura.
Su corazón estaba en paz, su espíritu en calma.
Sujetó la naginata con furia y se dispuso a dar su vida por su mundo y por su Señor...
NAGINATA : Espada corta de hoja curva, con mango largo, arma utilizada por las mujeres samurái, equivalente a la katana de los hombres.
SHOGUN : Señor feudal, gobernador de Japón.
EDO : Antiguo nombre de Tokyo.
KATANA : Sable japonés.
SAMURÁI : Guerrero al servicio de un señor feudal.
SAKURA : Cerezo, emblema de Japón.
GEISHA : Mujer de las artes.
Nota de la autora: Este es un relato libre sobre una época de cambio en Japón: el fin de la era Tokugawa, de los samuráis como concepto "romántico" medieval, la decadencia de unas costumbres arcaicas en las relaciones entre hombres y mujeres, costumbres machistas, donde las mujeres eran consideradas esclavas y se las vendían al shogún desde niñas para ser sus sirvientas, o en el mejor de los casos, sus concubinas, gozando de una vida lujosa pero encerradas en una jaula de oro, rígida y encorsetada vida. Mujeres, que, sin embargo, eran educadas y adiestradas en artes marciales, para proteger al Shogún y a su forma de vida, mujeres capaces de enfrentarse a bandidos, soldados y a las peores desgracias que pudiera depararles la vida, gracias a la Naginata, el arma de las mujeres samurái, La Protectora de un mundo diferente ya extinguido.
Este relato es propiedad de su autora y está protegido
2 Hablan los Danna:
He sentido el frío a través de todo el relato, me ha hecho sentir lo dura que puede ser la vida...Pero en cierta manera aunque esas mujeres tuvieran que enfrentar grandes peligros por lo menos podrían sentir que servían para algo, eran entrenadas y al menos podían defenderse. Actualmente en el mundo hay tantas mujeres que son solo fantasmas...Me encanta la intensidad del relato. Besicos!
No estoy dormida , pero estoy soñando.
Besos desde Málaga.
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